25 Apr 2020

La profundización de la brecha digital

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Desde hace aproximadamente 20 años estamos viviendo una tendencia creciente hacia la digitalización de casi todos los aspectos de la vida. Este fenómeno fue mutando en varias formas hasta llegar al eslabón actual, en el cual una compleja red de servidores, smartphones con micrófonos y cámaras integradas, computadoras y routers (entre otros elementos) conforman al entorno tecnológico que hace tiempo convertimos en nuestro hogar, en el que moldeamos y es moldeada nuestra existencia.

Hace unas semanas, esta tendencia comenzó a acelerarse al ritmo de un ARN que se replica y nos obliga a quedarnos en casa, forzando así a individuos, empresas e instituciones a adaptar sus actividades al formato digital. Esta adaptación forzosa nos permite hacer un ensayo global sin precedentes de cómo es y cómo sería el mundo si tuviéramos que valernos principalmente de la telepresencia y la vida online, y de dinámicas como el smart working, el e-commerce, la realidad virtual, las videoconferencias, los cursos virtuales, los vivos, entre otras, que pueblan la infoesfera como nunca antes. Cuando la crisis empezó, adoptar a todo este entramado virtual como medio principal para la vida social implicaba el esfuerzo de dejar atrás muchos hábitos, principalmente la fidelidad en la comunicación en carne y hueso. Pero ahora que nos acostumbramos (porque no nos queda otra) algunas ventajas empiezan a hacerse evidentes: mayores alternativas para la comunicación, reducción de la movilidad, menor uso del transporte urbano, que se traduce a su vez en un impacto positivo para el medio ambiente, y una reducción de costos de mantenimiento de la utilización de espacios. Toda esta experiencia hará que en el mundo post-pandémico, cuando finalmente volvamos a habitar espacios “analógicos” tales como una plaza, la facu, oficinas o centros culturales, lo hagamos con otra consciencia de las herramientas tecnológicas que podemos tener a disposición. Eso sí, hay un pequeño detalle: la mitad de la población mundial se va a quedar afuera de esto (en realidad ya estaban afuera desde hace tiempo, solo que ahora un poco más).

Es fácil olvidar o relativizar este hecho, dado que vivimos en un mundo en el cual la globalización ya se instaló hace treinta años e internet se volvió una herramienta omnipresente. Es cierto que el porcentaje de gente con acceso a internet marca una tendencia creciente si comparamos al 2010, año en el cual el 30 por ciento de la población estaba conectada, con 2019, en el que ese porcentaje trepó al 53 . Pero aún con esta tendencia en alza, casi que la mitad de la población sigue sin estar integrada al mundo digital, y la distribución de acceso está lejos de marcar un ritmo uniforme en todos los países. Por tomar un parámetro, en el año 2014 países como Libia o India empezaban a tener entre un 10 a un 20 por ciento de la población con acceso a internet, al mismo tiempo que en EEUU e Inglaterra, ya lo hacían entre el 80 y el 90. O sea, hay estados naciones que recién empiezan a tener fibra óptica, mientras que en otros ya están conformadas las compañías tecnológicas que concentran todo el poder y toda la riqueza en materia de economía digital.

La crisis global que presenciamos profundiza y pone al desnudo todos estos aspectos. Si pensamos en muchas de las soluciones digitales a problemas vinculados con la pandemia que se han desarrollado en estas últimas semanas, las diferencias son sustanciales. Por ejemplo, las apps de trackeo de áreas de contagio del virus, sólo tienen sentido en una población en la cual el porcentaje de usuarios de smartphones sea de media a alta; pero en muchos sectores sociales o países enteros, esto no sucede . Lo mismo con el e-commerce, las ventas por internet y los servicios de delivery por plataformas digitales que usamos para conseguir productos y servicios con el mínimo contacto social posible. Y ni hablar de la telemedicina para el diagnóstico y el tratamiento virtual de pacientes, tecnologías eficientes, pero que sin la infraestructura que lo sustente, sólo pueden beneficiar a los sectores de más concentración de riqueza del mundo, de cada continente y de cada país. Por otra parte, si la información digital determinará una porción del éxito en la contención del virus, los países menos integrados al mundo digital - que suelen ser los que menos recursos médicos tienen - pueden no solo convertirse en focos de contagio masivos, sino que al hacerlo, pueden quedar relegados en más de un sentido: por el efecto de la pandemia, por eventuales cierres de frontera, por quedar aún más fuera de la economía digital y por haber estado relegados desde antes.

La pandemia en algún momento terminará, y el paisaje digital que dejará será seguramente distinto. Una aceleración de la digitalización y virtualización de la vida parece una de las consecuencias más predecibles. Podemos especular acerca de una mayor integración digital según la escala en la que cada grupo humano se encontraba; los más integrados se integrarán aún más, y los que no lo estaban, empezarán a hacerlo a mayor velocidad. También podemos tener esperanza en que el alza hacia una mayor distribución de tecnología se mantenga, a medida que estas se vuelvan menos costosas y paulatinamente más accesibles. El gran problema es que este mayor acceso a la tecnología no significa necesariamente mayor democratización. Desde el centro a la periferia, siempre hay un desfasaje , y en él se gestan todo tipo de relaciones asimétricas y de dinámicas de concentración de poder unilateral. Los países del centro poseen la tecnología de punta para atravesar esta transición exitosamente; los que hacían lo que podían para adaptarse, ahora van a ver cómo la brecha se estira aún más.


Escrito por: Santiago López

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